
Mis mejillas se tornaron de color púrpura. Ese hombre acababa de descubrir aquel secreto que había ocultado durante años sin mediar inconvenientes. El cuerpo comenzó a moverse por un repentino mal de Parkinson y las manos cubiertas de sudor hicieron un movimiento en falso casi imperceptible.
Sonreí, presa de una locura que no parecía tener intenciones de desaparecer. El cuerpo se sacudió con violencia, tuvo convulsiones propias ya no de un muerto, sino de la muerte. “Adiós”, me dije a mí mismo y a ella, que nunca había estado más que en mis pensamientos: lo que llamaba su tormenta a la distancia. Caminé alejándome, secándome de la frente las gotas de transpiración, cansado por lo que acababa de ocurrir. Ya no sonreía, trataba de pensar, hacer pie. Pensé en correr, pero no tenía sentido. Me puse los lentes que me cubrían del sol y la culpa, y seguí alejándome.
El barbero me miró nuevamente como aquella primera vez, de costado, con recelo. Me siguió con la vista hasta que tomé la curva a la derecha. No sabía dónde me llevaría pero necesitaba huir de sus ojos. “Le temo”, confesé en voz alta. La muchacha que pasó a mi lado debió voltear su cabeza al escucharme y se acercó suavemente. “¿Está bien?”, disparó dulcemente. Alcé la vista y me quedé atónito. Una dama joven de piel canela y ojos color cielo había rozado mi cuerpo mientras me escapaba de mi secreto -que ya no era secreto para ese entonces- y no la percibí. “Mi hombría flagelada por el miedo”, pensé en el segundo en el que ella esperaba una respuesta que por cortesía debía ser “sí”. Pero me atreví a robarle algunos minutos más, ya fuera del alcance visual de aquel hombre.
El semáforo que se erguía a algunos metros no cambiaba de color, y aproveché para no cruzar. Le pregunté qué se sentía al estar siempre así, clavado en la tierra de un pueblo que parecía la paz, pero no cambiaba, no giraba sobre ningún eje, no avanzaba ni retrocedía. Siempre mostrando las mismas señales, viendo los mismos sitios, esperando a la misma gente.
-¿No es como un laberinto? –le pregunté.
-En los laberintos uno se pierde –explicó con parsimonia –Aquí uno está encerrado en una caja hermética. Ya quisiera que se rompa y entre la luz. A mí la luz me encandilaba, pero ella parecía buscarla desesperadamente. Parecía no haber visto la luz ni sentido el viento ni sufrido el amor a causa de su encierro. Sin embargo, daba envidia su integridad espiritual.
AC/RT. Técnica aplicada: cadáver exquisito.