7/9/09



Siempre rodeada, como un oasis indescifrable en medio del caos, para ella los años pasaban con un único objetivo en la mira: encontrar su lugar en el mundo. Con los pies maltrechos, tanto como el alma, anduvo por caminos inciertos. Momentos, sólo eso. Pasar el tiempo y andar, a lo largo y ancho; norte, sur, este y oeste. Sin rumbo hasta hallar ese lugar. Allí, un tesoro oculto transformaría su vida en colores.
“Sobrevivir”, repetiría aquel tío de consejos certeros. Pero ella se resignaba a creer que en eso consistía esto de los ciclos, nacer, crecer y morir; la vida y la muerte. “Tiene que haber algo especial”, se repetía a sí misma. Sabía, con seguridad, que algún día las horas transcurridas le devolverían cada paso dado contra el viento con una brisa primaveral constante. Estaba convencida de que tendría que recorrer kilómetros y dirigir la brújula a espacios recónditos del globo terráqueo, pero en el preciso momento del gran descubrimiento ese mundo inmenso e inabarcable se reduciría a un lugar, el lugar, su lugar.
Durante el recorrido, su imaginación abocetó el misterioso futuro paraje: aire fresco, caricias, susurros… silencio; lagos, besos, miradas… silencio; sol, abrazos, palabras… silencio. El borrador se alteraba o permanecía intacto según el ánimo diario. De todos modos, las variaciones eran de forma más que de contenido. Sin dudas, ella tenía más que un borrador en mente.

Las agujas completaron mil vueltas, y otras mil.

Aparecieron los primeros pliegues en su piel , pero sus ojos conservaron el mismo fuego que alimentó los primeros pasos.

Y llegó aquel día, inesperado a pesar de la espera, en que sintió la certeza de que la búsqueda había llegado a su fin. En sus brazos y en su mirada encontró su lugar, la paz que necesitaba.