Me desperté y ya estaba muerta. Me había quedado dormida boca abajo o mejor dicho cachete abajo, como de costumbre, con los brazos bajo la almohada, pero entonces los brazos yacían a los costados, flácidos, inertes, pesados. Traté de levantar las piernas, pero no pude. Los miembros inferiores habían quedado estirados con los pies superpuestos, el empeine del derecho sobre la planta del izquierdo, acorde a mi hábito hiperquinético para alcanzar el sueño. Por eso, lo primero qué pensé fue que estaba soñando, pero caí en la cuenta de que no era así cuando vi a mi perra lamerme la cara y permanecí inmóvil. Yo, que me despierto con cualquier ruidoso silencio y la más imperceptible de las caricias, no tuve reacción.
Mi segundo pensamiento fue un poco más allá y me percaté de que podía estar atravesando un estado de coma. El asunto es que uno no entra en coma con la simplicidad con que entra en la cama, algo tiene que ocurrir para que una interrupción desactive las neuronas. Y, por cierto, si en ese preciso instante estaba pensando mis neuronas estaban en su máximo esplendor, aunque lo de máximo esplendor no sea más que una forma de decir.
Entonces encontré la respuesta: estado vegetal. ¡Estoy en estado vegetal! ¿Estado vegetal? No, no puede ser ¿Y qué hago en mi cama cachete abajo? No se supone que tendría que tener un respirador, estar en un hospital, con dibujos, flores y gente tomándome la mano esperando una señal, algo así, como en los casos milagrosos que muestran los noticieros en los que abren los ojos después de 10 meses, 10 años, 10 vidas. Sí, ya sé, los noticieros mienten, pero en las películas también es así y las películas no mienten, aunque ficcionalizan. ¡Ahhh!, grité furiosa para ver si mis pensamientos se acomodaban un poco. Pero mi boca se mantuvo completamente cerrada y nada se oyó. ¡No entiendo!, dije confundida y habiendo perdido la cuenta del número ordinal correspondiente al pensamiento que se acababa de disparar.
Mi perra ya se había acomodado sobre mi espalda enroscada como un feto canino y yo seguía ahí, en la misma posición, muerta. Tuve una idea brillante: dejar de pensar. Nunca supe cómo hacerlo, pero la situación era excepcional y quizás había adquirido alguna capacidad extraordinaria. La convicción duró sólo unos segundos hasta que los pensamientos empezaron a tirotearme nuevamente. Sin embargo, en ese breve lapso pude reconocer a mi corazón. Logré reconocer su presencia en su ausencia. Mi corazón estaba, pero no latía, no cumplía ninguna función vital. Mi corazón estaba muerto como yo, que estaba cachete abajo, como de costumbre, con los brazos bajo la almohada, pero entonces los brazos yacían a los costados, flácidos, inertes, pesados.
Me desperté y ya estaba muerta. Y todavía me pregunto qué pasó, mientras vuelo desde esa diminuta caja de madera humedecida con llanto hacia el infinito mar.