Le dije que se fuera, que ya no era bienvenida y que había pasado su tiempo de gloria. Pero Ella se empeñó en quedarse. Paulatinamente fue ganando terreno como hacen las mujeres cuando desean apropiarse del lado izquierdo de la cama sin invitación. Vino un día, dos, hasta que se tornó una rutina insostenible porque despertarse con Ella es lo peor que puede ocurrirle a un soñador. De un sopetón, te anula el día sin darte tiempo siquiera a untar un pan con manteca. Le aclaré que fuera acostumbrándose a que esto no iba a ser siempre así, y le expliqué con total franqueza que hay días y días, pero que a nadie le sienta cómodo lucir en pijama por causa y consecuencia de su inesperada y angustiosa visita. Sin embargo, Ella parecía ignorar mi discurso. Se hacía un té verde, que tan bueno es para la salud, y me observaba desafiante sentada al otro lado de la mesa. Entonces yo insistía en que no podía quedarse porque en cualquier momento llegaría alguien y a nadie le gusta andar confesando su compañía. Ella tomaba otro sorbo y se mordía el labio inferior como si fuera a pronunciar alguna palabra en respuesta a mi descortesía, pero permanecía inmutable. Lucía un largo vestido verde. "La paradoja de la esperanza", pensaba mientras me acomodaba en su silla para convencerla de mi falsa indiferencia. Entonces le recordaba que la vida no es cuestión de usurpar un corazón y listo. Me exasperaba. Ella nunca decía nada, aunque volvía a sonreír con esa mueca forzada que obliga a levantar el ceño. Ella se instaló, se empeñó en quedarse y dejar ese velo de ausencia en el reflejo del alma; aunque le repito que se vaya, que ya no es bienvenida y que pasó su tiempo de gloria.